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20/9/11

VALERIE CAMPOS
o el
violentar de las mandrágoras
Edgar Saavedra


El asco nos embarga ante el espectáculo del devenir humano
y nos obliga renunciar a los «sentimientos», a liquidarlos.
Ellos son el origen de las adhesiones ambiguas, de los estúpidos «sí» al mundo.
Cuando estamos furiosos, tenemos ataques de santidad laica durante los cuales
elaboramos nuestro propio epitafio.

E.M. Cioran. De lágrimas y de santos



Valerie Campos riza el rizo. Ajusta sus ovarios (son de oro). Penetra y es penetrada por la noche. Noche del mundo y ensayo del saltarín de la canícula que humedece las dos grutas. En el fin los tiempos. Toc, toc del insomnio y su vehemencia. Nostalgie de la boue. Cierta congoja debajo de la lengua que muerde y pica como una serpiente. «Veneno de áspides». La disimulada llamada del destino y sus cinco golpecitos. El sordo. El ciego. El diablo. La escalera. Mascarón que le saca la lengua a la tormenta. Valerie vértigo, Valerie pesadumbre. Luminosa y falaz.



Vaya. Ha sido una mujer. Antes, nadie. Purísima cuchibruja. Salvo la iconografía tolediana y su permiso para portar falos. Esplendorosa fauna del pillo y su parafilia fantástica. Luego, nada. Ni la pájara lésbica ni el cuervo holgado. La moralina purpurina. Color obispo de la pintura actual oaxaqueña. Una bofetada que resuena en el cenobio. El santo oficio la condenaría al violón de las comadres. Imaginería barroca para el placer y el dolor. Y el tedio ¿como se engulle? A sorbos, a trozos, a trapo y a garganta. Y la realidad ¿como se masturba? Con margaritas, con cerdos, con cuchillos, con sangre, con atole, con el dedo. El dedo, el dildo, el dédalo; el pozo negro, los pelos, las señales.

Donde los sueños se vuelven realidad es una pintura que nunca se acaba de mirar. Porque se mira con los ojos de la conciencia, porque se mira con los ojos del deseo, porque la impudicia de mirar provoca un breve sobresalto de éxtasis y comején. Hacia dentro. Como le crece el vello a la muerte. Valerie y sus paráfrasis. Su nervio goyesco y las trizas de Goitia detenido frente al ahorcado. Figuración-expresionista-intervenida-deliberada-zambullida-recogida de reversa. A pequeñas dosis de mala conciencia. Las ganas de abismarse, tal vez. El verbo ronda la imagen. Ronca. La palabra, sobretodo. Inútil. Y putilla.

El grito sin grito de Munch. El desnudo tumbado erecto de Bacón. La perra ensalivada de Pávlov, con campanita. Las fresas con crema. La mierda. El miedo. El mirador mirado rompe su escafandra. El trompetero busca la sordina. Se echa aire. Sopla. Evohé. «¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos».

Si Platón les dijo a los griegos que eran como ranas sentadas en torno a un estanque, Valerie Campos convierte a los espectadores en voyeurs involuntarios que se encuentran de repente frente al pozo de sus propios deseos: el riff de la inmundicia, la pederastia (aire muy familiar en los políticos, en los padres impolutos), el canibalismo, la necrofilia, el yo más vital, pues, el maldito yo, común y ordinario, parado frente a la estéril circunstancia. Entonces es. Víctima, victimario. Solo souvenirs de mendigos. ¡Que predicamento!

La intensidad dramática en cada uno de los óleos —la secularidad al límite—, la purga de la guerra, la tortura que se desdobla para ensartarse en el imaginario del artista. Aun más: el aullido asnal de la lujuria. La vorágine empieza cuando la razón se revienta en las manos de la pitonisa de los incendios. Como en Bacon, el hombre deviene en animal, se convierte en un trozo de conciencia arrojada a la piara. No es que desfigure en sí mismo, más bien, se imanta de perversidad y delirio. Me es imposible no pensar en ese fragmento de Roland Barthes y en el que parece inspirarse uno de sus cuadros: “Cuando imagino suicidarme por una llamada telefónica que no llega, se produce una obscenidad tan grande como cuando, en Sade, el papa sodomiza a un pavo. Pero la obscenidad sentimental es menos extraña, y eso es lo que la hace más abyecta; nada puede superar el inconveniente de un sujeto que se hunde porque su otro adopta un aire ausente, mientras existen todavía tantos hombres en el mundo que mueren de hambre, mientras tantos pueblos luchan duramente por su liberación…”. Sin discernimiento, imposible lamer este plato.

«El masoquismo, el sadismo y casi todos los vicios, en realidad, son tan solo maneras de sentirse más humano». Michael le ha dicho Francis.

Y sin embargo, no hay autodestrucción. Celebraría eso. Confiemos que más adelante. Mientras tanto, ella le da otra vuelta a la rueda. Se convierte en una anti-heroína. Desfigura —con la paciencia de un golondrinero— la última virtud que perdería el penitente artista oaxaqueño: el color. Nos lleva a dar un paseo en la aridez más alucinante: a un campo de atonías donde ¿levita? un personaje de Abu Ghraib que se ha convertido en espantapájaros y mira de reojo —con terror absoluto— un cuervo que no hace más que graznar hacía dentro: never more. Metáfora, argot, dolor de vientre. Quisiera soñar nuestro espantapájaros y dejarse consolar por Dionisos, como aconsejaba Hölderlin a los poetas. No. Vendrá en un momento el «Mola mulo, definitivamente turbio y tierno, con llamas en la cola y en el culo». ¿O es que este cuadro se refiere al sagrado olor de la panadería? Por cierto, de la noche a la mañana al espantapájaros le ha empezado a crecer el vello púbico. El espectador podrá acariciarlos. Oler su almizcle. ¡Diva! ¡supplicem axaudi!

¡Con ustedes: las chicas hentai! Las mangas japonesas en episodios truculentos, en gula y estrangula. ¿Que quiere usted, matarile, rile, ron? Yo quiero un paje, matarile, rile, ron. Escoja usted, matarile, rile, ron. Yo escojo a Juanita, matarile, rile, ron. Fiesta de Goya la goyesca. Sus grandes ojos, sus porciones perfectas, la sórdida demencia de que algo es pero no es. Adivina adivinador. Meter y sacar. Así se atiza. Orgasmo squirt. La blasfemia súbita. (Dale hasta que ronquen los pulmones y la ferocidad del aliento desintegre la mínima pureza).

Valerie y la apología de una época frígida y sucia. El juego y la provocación abastecen esta serie. Listas para producir espasmos. En los cuadros, no obstante, se descubre una función emblemática: expresar la condición inmoral de la sociedad, la mercadería de los valores; la exhibición de un sistema cultural corrompido y adicto a la violencia. La apariencia, la convención burguesa (grosero estribillo) quedarán develadas al final de la sala. Por otro lado, Naturaleza muerta y sus contextos, muestra, si se quiere, la parte oscura del mainstream. Los galeristas hipócritas y las arpías de poca monta que solo les hace falta portar una burka y rebuznar. Palabras de Lacan: «No todos los días encontramos lo que está hecho para dar a ustedes la justa imagen de vuestro deseo». Engullir fetiche, mucho fetiche. Vamos, pues, colguemos un cuadro en la sucursal barroca de Babilonia la Grande, esa ramera. Otro más en el Palacio. En el parque. En el corazón escupido, el abominable corazón de la ‘servidumbre voluntaria’. En el vértigo radical de la memoria crecerá desde ahora una herejía.

Fin de la jornada, Bartholino. En la danza macabra se va al infierno cantando y chupando, parece decir la serie de Valerie Campos. Vaya esta vieja tonadita mientras escapamos de la polvareda de sus sueños: “Si oyes el rumor de naves y batir de olas, evohé. Si al pasar lista a tu cuerpo te falta la cabeza, evohé. Si se mueren solemnes tus últimas certezas, evohé”.

esto es sólo mecanografía


Ara vos prec
Jerónimo Fernández Duarte


Alrededor del año 1000 d. C., en el sur de lo que hoy es Francia, que entonces se conocía como el Languedoc, tierra de cátaros y trovadores, de lengua occitana, surgió una refinada y compleja concepción del amor como reflejo de las relaciones de vasallaje medievales conocida como amor cortés.

Lo más curioso de esa concepción es que era ante todo literaria: un juego poético que transcurría más allá de la realidad; el amor cortés se oponía al matrimonio o mal casament, lo que no es de extrañar, pues los matrimonios solían ser poco más que alianzas comerciales, militares, dinásticas o patrimoniales, llegando en ocasiones los nobles a casarse en ausencia o cuando aún eran niños.
Todo un corpus poético de más o menos trescientos años de duración, con centenares de trovadores distribuidos en muy diversos reinos que ocupaban lo que hoy son Reino Unido, Francia, Alemania, Portugal, España e Italia, ilustra, argumenta y sanciona todo un código de actitudes, creencias y usos amorosos cuyos ecos llegan hasta hoy.

Por lo general, un poeta, trovador o no —trovador era el poeta que además cantaba sus composiciones, pero se podía ser poeta y encargar a otro ( el juglar) que las cantase—, se declaraba enamorado de una dama noble, por supuesto, y se ponía a sus servicio como enamorado, al que si la dama era compasiva, daba prendas de amor, y si era ingrata, lo dejaba abrasarse en el fuego de la pasión y el sufrimiento, sin prendas ni privilegios que compensaran tan grande amor. Un detalle importante es que las damas eran siempre damas casadas, lo que hace evidente que se trataba nada más que de un galante juego literario, ya que las composiciones eran del dominio público y se exhibían en las cortes y castillos en los que mandaba el marido de la dama, y cuesta creer que todos aquellos maridos, caballeros de pelo en pecho y cota de malla, que lo mismo despedazaban infieles en Tierra Santa que se zampaban un jabalí matado con sus propias manos, fueran todos cornudos y más aun; cornudos felices, puesto que solían ser ellos mismos los que daban alojamiento, asignación y regalos y prebendas en sus cortes a los que celebraban y galanteaban a sus mujeres. Claro, que a lo mejor no estaba mal tener a alguno que entretuviera a la parienta mientras tú te dedicabas a poner en práctica el derecho de pernada, o lo que es lo mismo, pasarte por la piedra a siervas y vasallas.

Lo extraordinario, sin embargo, no es la fortuna que esas cortes de amor conocieron entonces, sino la pervivencia posterior de muchos de sus postulados, costumbres y usos amorosos, cuando el mundo que los había alumbrado y cobijado ya no existía: Dante vio una sola vez a Beatriz, cuando ella tenía siete años, Julian Sorel y el joven Werther se enamoran y rondan a mujeres casadas que no pueden corresponderles y eso cimenta su desgracia. Incluso podemos encontrar ecos lejanos del amor cortés y todas sus ceremonias en los culebrones, en las canciones pop y en las comedias románticas hollywoodienses.

bajita la tenaza

Muertes extraordinarias
Eduardo Huchín Sosa

Los seres humanos no alcanzamos a entender la muerte simple.
El deceso porque sí. Exigimos explicaciones, paraísos, rituales. Necesitamos culpables, blancos para nuestros disparos: el Destino, los doctores, el Gobierno. Nadie puede morirse sin dejar circunstancias que ameriten la sospecha. Incluso, la ausencia de responsables tiende a adjudicarse a Dios, en tanto “sólo Él sabe por qué hace las cosas”.

La muerte siempre da motivos para pensar. Dice Manolito (aquel cicatero amigo de Mafalda) que a él le interesa la vida “no los extremos de la vida”. El problema es que la demás gente sí está obsesionada con esos extremos. Nacer y morir son los dos acontecimientos que no sólo reúnen a nuestros parientes —personas que difícilmente coincidirían bajo un mismo techo— sino que sirven para resumir una biografía. Son como las escrituras de un predio: marcan nuestro radio legal de acción. Por eso cuando los historiadores dudan del año de fallecimiento de algún personaje —y recurren al signo de interrogación (1932-¿1978?)—, en el fondo temen que siga con vida.

A todo mundo le aterra la idea de morir, y quizás sea ese miedo a desaparecer de la faz de la Tierra lo que sostenga la necesidad de consumir decesos ajenos a través del cine fantástico. Es con la ficción, como la gente experimenta el horror de un asesinato detallado sin exponer su integridad física. Y es el género del terror —que lo mismo explota zombis que niños poseídos— el encargado de recordarnos que la muerte existe y de hacernos creer que se da en las circunstancias más inverosímiles.

De todas las formas de defunción, el cine clásico de terror ha popularizado las posibilidades más remotas (monstruos, asesinos seriales, un pacto con el rey de las tinieblas). De ese modo, el celuloide nos plantea un universo reconfortante donde es un holocausto zombie y no la estupidez humana el mayor peligro sobre la Tierra. Y se trata de una condición tan alejada de la realidad que hasta nos produce alivio.

Con sus villanos entrañables, el cine de terror explota la necesidad, muy humana, de una muerte barroca, complicada, siempre extraordinaria, y donde la tragedia llegue envuelta en un empaque complicado de abrir. Freddy se mete en los sueños y Chucky necesita un cuerpo donde alojar esa alma de criminal que no le cabe en el plástico. Los asesinos múltiples esconden a moralistas obsesivos o a un criminal recién bañado en una sustancia radioactiva, no hay sujetos comunes y corrientes que en una mala tarde se pasan un alto.

En los filmes de terror nadie muere absurdamente como sí a veces sucede en la realidad. En la medida en que necesitamos explicaciones, los guionistas revelan con cada película una maquinaria malévola que justifique la desaparición de cualquier extra. Es la presencia siempre consciente de la muerte lo que nos aterra, no importa si como en las historias de Stephen King, se tenga que recurrir a cementerios navajos, a niños autistas con poder de telequinesis o a extraterrestres.

De duendes malditos a enfermos terminales que proponen juegos macabros, el cine de terror, como los Papas, parece ser afecto a los números romanos: Lepechaun II, Saw VI, Friday the 13th IV, Puppet Master VIII, Hellraiser V. Esto no sólo nos dice que siempre habrá formas de perecer mientras haya sangre de utilería y suficientes muchachas que salgan corriendo con la ropa hecha jirones, sino que la muerte sobrevive a todo y necesita de sagas que atraviesen generaciones enteras pues nunca se da abasto con la palabra “Fin”. (La secuencia de créditos parecería decirnos que después del reparto, la Muerte irá tras sonidistas y camarógrafos).

Por último, no puedo concluir este texto sobre el cine de terror sin referirme a una película que paradójicamente no es de terror: Bill y Ted. En esta cinta los protagonistas no sólo vencen a la Muerte sino que logran que toque con ellos en un concierto de rock. Mientras la música se escucha, portadas de periódicos y revistas dan cuenta del futuro éxito de la banda. La más célebre noticia de esa galería reza: “La Muerte grabará como solista”. No olvido esa línea porque me recuerda que aún cuando la Muerte interpreta la música de fondo en nuestras sociedades (trabajamos, nos reproducimos, creamos para no morir del todo), el cine de terror, la literatura del miedo, nos reencuentran con esa muerte solista, virtuosa ejecutante de un estribillo que algún día nos sonará conocido.

desde el ombligo

Imaginación, creatividad y agua de tamarindo
Guillermo Vega Zaragoza

Cuando alguien habla de “las musas”, en lugar de pensar en las deidades griegas, siempre viene a mi mente Agustín Lara cantando “Mujer, mujer divina, tienes el veneno que fascina en tu mirar… mujer, mujer alabastrina, tienes vibración de sonatina pasional…”, y a una fémina algo entrada en carnes con un vestido que se pretende “vaporoso”, recostada sobre el inmaculado piano blanco del músico poeta de Tlacotalpan, mirando en lontananza con ojos arrobados.

No dudo que muchos compartan esa imagen cuando se refieren a la “inspiración”: la ven como una mujer rejega y voluble que, después de muchos ruegos e insistencia, acepta entregarle al “artista” el néctar de sus labios para engendrar una “obra maestra”; entendiendo la inspiración como algo siempre externo a nosotros, que no podemos gobernar y que nos puede asaltar en los momentos y lugares más insólitos e inoportunos.

Lo cierto es que lo que llamamos “inspiración” es sólo una de las fases del proceso de la creatividad. La inspiración no llega por accidente o designio de los dioses sino que es posible “convocarla”, hacer que se aparezca cuando uno quiera. En eso consiste el trabajo de un creador, llámesele escritor, pintor, músico… Pero no sólo ellos: también los científicos y hasta los políticos, contadores o matemáticos pueden aplicar el proceso de la creatividad para que se aparezca “la musa”.

Yo tengo la teoría de que el proceso de “inspiración” o iluminación —como prefieren llamarlo los especialistas en creatividad— funciona como el agua de tamarindo. Me explico: si uno deja reposar un vaso de agua de tamarindo la pulpa tiende a asentarse en el fondo del vaso. Lo mismo sucede en el proceso de la creatividad. Tenemos que juntar todos los elementos que necesitamos para hacer el agua de tamarindo —hacernos preguntas, investigar, recopilar información—, pero para obtener lo importante —la pulpa, la inspiración, la iluminación— tenemos que dejar reposar el agua, que se asiente, para luego extraer ese néctar, ese concentrado donde está lo importante, lo nuevo, lo insólito, lo creativo.

Ha sido reciente el interés científico que ha suscitado el proceso de la creatividad. Antes se pensaba que era algo “divino”, que sólo los “elegidos de los dioses” podían ser “inspirados”. Lo cierto es que todos los seres humanos podemos ser creativos si aprendemos y dominamos el proceso de la creatividad y lo aplicamos en nuestros ámbitos particulares.
Sin embargo, se tiende a confundir la imaginación con la creatividad, y aunque una implica a la otra no son lo mismo. La imaginación es una facultad humana. Todos imaginamos, poco o mucho, pero todos los seres humanos tenemos la capacidad de imaginar, de hacer que en nuestra mente aparezcan imágenes de cosas que no existen o que no existen aún (“imago” viene de “fainein”, que quiere decir “aparición”; de ahí se deriva “fantasma” y “fantasía”). En tanto, la creatividad es un proceso para crear cosas nuevas que antes no existían, para encontrar soluciones a los problemas humanos. La imaginación no se puede aprender, cada quien nace con mucha o poca imaginación, pero lo que sí se puede hacer es cultivar la creatividad, es decir, qué hacer con la mucha o poca imaginación con que contamos.

El problema es que para emprender el proceso de la creatividad el primer paso es la curiosidad, el hacerse preguntas, el cuestionar por qué las cosas son como son y no de otra forma. Y a las instituciones establecidas de la sociedad nunca le han gustado las personas que cuestionan, por ello se tiende —desde la familia y luego la escuela, el trabajo y la plaza pública— a desalentar que los individuos cuestionen, que hagan preguntas. Hay personas que nunca en su vida se han hecho una pregunta vital (ya saben, de ésas de “¿de dónde venimos?, ¿qué hago aquí?, ¿a dónde vamos?”) y mucho menos se preguntan acerca de las cosas más simples y cotidianas de su entorno: por qué el cielo es azul, cómo funciona un celular, cómo funciona el cuerpo humano, por qué se siente de determinada manera, por qué hay pobreza, si existe dios, etcétera.

De esta forma, se desalienta desde la raíz la creatividad. Y no sólo eso, sino que las personas asumen, con total convicción, “es que yo no soy para nada creativo” Y se entiende que lo crean así. Pero no es cierto que no lo sean. Simple y sencillamente no saben cómo ser creativos. Porque una cosa es tener la facultad del habla, pero no todos saben comunicarse adecuadamente. Eso se aprende. Igual la creatividad: todos tenemos imaginación, pero no todos aprendemos a ser creativos.

Por si fuera poco, se “endiosa” a aquellos que son creativos, se les ve como extraterrestres, como excepciones de la naturaleza. Sí, es cierto, hay mucho de talento, de predisposición genética, incluso de suerte para emprender algo creativo, pero si se llega a dominar el proceso de la creatividad, es muy probable que se alcancen resultados similares. Es cuestión de decisión y convicción. Y de trabajo, desde luego. Porque alguien podrá tener mucha imaginación, pero si no la realiza a través de la creatividad, si no la hace concreta, si no la aterriza. Se quedará nada más en eso: en imaginación.

bajita la tenaza

Fantasías del convento
Rogelio Laguna


Tal vez no haya siglos de la historia más desconocidos para los mexicanos como los siglos coloniales. La Nueva España aparece en la conciencia como una mera transición a la conformación nacional y se pasa rápido sin observar los detalles. Lo que se deja de lado, sin embargo, es un crisol complejo, un mundo insospechado en el que la realidad y la fantasía no tienen límites claros.

Refirámonos en esta ocasión al siglo XVII, no sólo porque está poblado de elementos fantásticos, sino porque es el siglo de Sor Juana (valga como un breve homenaje).

Lo que debemos advertir desde ahora es que el mundo del siglo XVII está fusionado ampliamente con el mundo religioso, que también influía en la ciencia, la moral y la política de la época. Del mundo religioso provenían la mayoría de los elementos fantásticos, por lo que es sumamente difícil establecer qué era realidad y qué era ficción en ese contexto. Lo que nos queda más bien es un siglo asombroso en el que se vivía rodeado de fantasmas, visiones proféticas, apariciones demoniacas y éxtasis místicos.

Podemos referir, por ejemplo, a la historia de la monja Marina de Navas a quién san Francisco en una visión le mostró millares de almas que ardían en el purgatorio y la hizo cambiar de vida. Aunque después fue atormentada por los diablos chocarreros, que subían a su celda y tocaban la puerta para despertarla. Marina optó por dejar abierta la puerta para evitar las bromas. Poco después se vio obligada, también, a clausurar la ventana, porque el diablo tomando la figura de indio o de un negro se asomaba por la ventana y le hacía gestos cómicos que la distraían de sus oraciones.
En el siglo XVII, aclara Fernando Benitez, los demonios no eran tan crueles o malignos (como en las películas de terror), y se contentaban con hablar de cosas mágicas, hacerse pasar por gatos negros, por monjas, jesuitas o mujeres seductoras, lanzar carcajadas, jugar box o lucha libre, tirar las tazas de chocolate de las religiosas, entre otras diabluras. Las almas del purgatorio, en cambio, eran más impertinentes y temibles, no dudaban en atormentar monjas y frailes solicitando misas en pos de su alma en pena.

A veces el propio Cristo aparecía en escena. Recordemos el caso de la madre Felipa de Santiago, que lamentándose de su pobreza y dificultades frente a un crucifijo, tuvo a bien importunar al propio Dios que le dijo enfadado: “¿Cómo te atreves a venirme con esas cosas?”, para después provocarle un desmayo y dejarla ciega desde entonces, pero bien guiada por su ángel guardián y las ánimas del purgatorio como lazarillos.

Tema a parte son aquellas imágenes que surgían acerca del cuerpo y que obligaban a la gente a rechazarlo como fuente de pecado, algo sucio y opuesto al alma. Muchas monjas y sacerdotes llevaban cilicios, cruces y collares de clavos. Las monjas adineradas pagaban a sus criadas para que las azotaran inmisericordemente. Fernando Benítez en su libro Los demonios del convento cuenta que una monja santa a la hora de la comida llegaba al comedor desnuda hasta la cintura y se flagelaba ante sus hermanas entre lágrimas, sollozos, y confesiones de pecados nimios por los que temía ganarse el infierno. (Menudo espectáculo que sería sumamente rentable e ilegal en nuestros días).

Tampoco eran extrañas las monjas que predecían la muerte de los personajes importantes o de los miembros del claustro. O los religiosos en éxtasis que narraban a los feligreses las llamas del infierno y las visiones del paraíso.
¿Realidad o ficción? Lo que tal vez nos muestren estas historias es que la división entre estos ámbitos no es clara, y es un eterno campo para el nacimiento de lo fantástico.